TENEMOS FRÍO
Tengo frío, busco una manta y me
acurruco en el sofá. Cierro los ojos, me relajo, viajo hacia atrás en el
tiempo. Regreso al hogar de la infancia y la encuentro sentada en la escalera
interior con la mirada perdida. Es una niña inquieta y risueña, pelo rubio, ojos
azules. Tiene siete años, la necesidad de descubrir cómo es el mundo y un
corazón lleno de fantasías inalcanzables. La miro y apenas la reconozco, pero
sé quién es, cuáles son sus deseos y sus temores, recuerdo todos sus secretos.
También sé que el cambio de las
estaciones provoca reacciones inesperadas en su cuerpo. Su estado de ánimo
depende de la época del año: en primavera le invade la euforia, en verano se
siente cansada, en otoño regresa la tristeza, en invierno simplemente se queda
helada. Ahora es invierno y las dos tenemos frío, la observo con curiosidad pero
ella no lo sabe. Se levanta, baja los tres escalones, entra en el salón y busca
una silla pequeña para sentarse frente a la chimenea. Extiende las manos con
las palmas abiertas y siente el calor de las llamas en los dedos. Mira el fuego
como si fuera algo mágico, pero pronto le quema la cara y se aparta. Un
escalofrío recorre su espalda de arriba abajo, se echa a temblar. Busca una
manta, se acurruca en el sofá, cierra los ojos y deja volar su imaginación.
Ya es de noche, el viento ruge
contra el cristal de la ventana, las primeras gotas de agua mojan la calzada y
ella se incorpora para mirar la lluvia. Las nubes le gustan mucho y cuando
llueve sonríe sin darse cuenta, también le gusta abrir la ventana y escuchar el
sonido de la lluvia en silencio. Sin embargo ve un relámpago y cierra la
ventana de golpe, pues tiene miedo a los truenos. Sigue lloviendo con fuerza,
más relámpagos, más truenos; está nerviosa. Se aleja de la ventana, se cepilla
los dientes y se pone el pijama. Tiene frío, así que busca su batín y las
zapatillas de ir por casa. No tardará en irse a dormir.
Antes debe llevar a cabo el
ritual de la bolsa de agua caliente. Entra en la cocina, el agua está hirviendo,
ella aguanta la bolsa con las dos manos y su madre vierte el agua hasta
llenarla. Enrosca el tapón y se abraza a ese trozo de goma de color rojo, es
suya y no la comparte con nadie. Se va contenta a dormir porque siente el calor
de la bolsa de agua caliente contra el pecho y, de repente, ya no le importa el
frío. Se mete en la cama, se tapa hasta el cuello con las mantas y se pone la bolsa
en los pies, siempre los tiene congelados. Se duerme.
Está nevando y su madre la
despierta. Son las tres de la madrugada, pero nunca ha visto nevar y no puede
evitar dar un salto de alegría ni salir corriendo hacia el patio. Hay un palmo
de nieve, la toca y ríe a carcajadas. Le encanta coger un puñado y notar cómo
se escurre entre los dedos, le hace cosquillas, sonríe. Coge otro pellizco de
nieve y se la come. Le habían dicho que la nieve no tiene sabor, pero a ella le
sabe a cielo líquido.
Vuelvo al presente, voy a la
cocina, preparo dos tazas de chocolate y un plato de torrijas con mermelada de
albaricoque. Lo hago para ella, porque era su desayuno favorito y a mí también me
gusta. Me como la mitad y guardo el resto para mañana. Hace frío y subo la
temperatura de la calefacción, ojalá tuviera una chimenea como la suya.
Maria Sentandreu
NOTA: relato publicado en la antología titulada cosecha de invierno, de Urania Ediciones.